
Carlos Crespo
A través de las rejas negras del estacionamiento del Museo Jacobo Borges (Mujabo) se vislumbra un gran armazón metálico, con varias machas de óxido, que descansa sobre el suelo, como si se tratara de chatarra. En realidad es la escultura “Tijeras españolas” (1993) de la artista Mailen García (Primer premio del I Salón Pirelli 1993), que solía estar en la entrada de la institución.
Al igual que todas las obras de artistas reconocidos que están a lo largo del Parque del Oeste, espacio verde que rodea el museo, “Tijeras Españolas” se encuentra en un limbo. Debió ser trasladada al estacionamiento ya que es inestable y fue colocada en la segunda forma que sugirió la artista, para que no se caiga. No puede ser restaurada debido a que ninguna institución asume su cuidado. “Eso tiene años ahí y no se puede mover ni restaurar debido a la burocracia y el papeleo”, explica un empleado de la institución.
Algo similar ocurre con “Espacios únicos” (1995), escultura de Lía Bermúdez, que ya no está cerca de la laguna del parque, como aparece en fotos antiguas. Los empleados explican que personas adscritas a la Fundación de Museos Nacionales (FMN) la retiraron de ese espacio. “Presentaba inestabilidad y se dañaba con el viento, así que se la llevaron, pero no sé a dónde”, indicó un trabajador de la institución.
Un museo sin colección
De acuerdo con la antropóloga y artista plástica Xiomara Jiménez, quien trabajó durante 8 años en la institución, el deterioro se inició con la creación de la FMN en 2005. Esta institución asumió la dirección de los principales museos del país, entre ellos el Mujabo, y unificó sus colecciones en una sola, que ahora es administrada por la Fundación. “Cada vez más el tema político fue metiéndose en el corazón del museo”, indica Jiménez.
El poeta Igor Barreto, quien se encargó de las publicaciones de la institución por más de 10 años, también denuncia la incursión de la política en las salas del Mujabo. “Se fue caldeando la situación política. Lo que sucedía no tenia nada que ver con la experiencia con la que el museo había nacido, cuando no había las cortapisas que había en 2005”.
El puntillazo final llegó en enero de 2011 cuando la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte) asumió la dirección del museo. Una vez que fue asumido por la Unearte el Mujabo se quedó sin colección y las obras fueron trasladadas a la Galería de Arte Nacional (GAN). Con esta decisión el museo perdió su perfil y hoy sus salas no muestran exposiciones de artistas reconocidos, ni reciben el volumen de público de otras épocas. “El museo como tal se acabó”, considera Adriana Meneses, quien dirigió la institución durante 11 años.
El pasado 18 de marzo solos dos salas, de las 4 que tiene el Mujabo, mostraban exposiciones, mientras que las otras dos exhibían un cartel en el que se leía “sala en montaje”. En la Sala 1 se podía observar una muestra del pintor Ramón Pimentel, mientras que en otra de las salas se presentaba un montaje dedicado a los dos años de la muerte del expresidente Hugo Chávez.
“En la medida que sigan de esta manera no será un museo. Puede funcionar como una galería de arte grande, o como un centro cultural, que es otro formato que se utiliza, que tiene funciones múltiples; otro tipo de cosas, eventos de todo tipo. Lo que lo separa de un museo es justamente que no tiene colección. En el caso de la galería le añadimos a esto que tiene una finalidad comercial”, explica el curador Félix Suazo.
Sin una colección de obras que exhibir, el museo tampoco tiene departamento de investigación, de curaduría, de conservación o de educación. El personal está conformado por cinco trabajadores que se distribuyen estas labores y otros cuatro funcionarios de seguridad.
En la estructura se dan clases de museología. “La idea es que esto sea un museo universitario, todavía estamos definiendo ese perfil, pero la idea es que se expongan las obras de los muchachos que estudian aquí y eso pase a formar parte de la colección del museo”, indica un estudiante de museología, que también es empleado del museo.
Un museo atípico
El Museo Jacobo Borges, inaugurado el 9 de julio de 1995, fue una de las experiencias más atípicas de Venezuela y Latinoamérica. La estructura de dos pisos, que se asemeja a una casa grande de ladrillos, está ubicada en el barrio obrero de Catia, al oeste de la ciudad, siendo la única institución de su tipo en la zona.
Documentos y testimonios relatan la inusual experiencia de este museo que logró la extraña mezcla de acumular una colección propia de arte contemporáneo, al tiempo que creó un fuerte vínculo con una de las comunidades más pobres de la capital de Venezuela.
Tanto Meneses como otros trabajadores de la institución recuerdan que la reacción inicial de los catienses fue mirar con recelo a la nueva institución. Consideraban al Mujabo una imposición de las autoridades y preferían otro tipo de edificación que respondiera a las necesidades de la zona, como un complejo deportivo. “Se trata de acercar el hecho cultural a una población que no estaba acostumbrada, ver la cultura como un elemento de transformación social y de mejora de la vida del ser humano y no diferenciar entre las bellas artes y el resto de las expresiones artísticas. Nuestra misión era más amplia que un simple mueso de Bellas Artes”, rememora Meneses.
Con esta opinión coincide Xiomara Jiménez, quien dirigió el departamento de educación y luego formó parte de la unidad de curaduría e investigación. Jiménez considera que el entorno que rodea al museo (circundado por los ranchos humildes del oeste de la ciudad y el extinto retén de Catia) obligaron a la institución a desarrollar un profundo “tejido social” con la comunidad.
“El tema de la comunidad en el museo fue auténtico porque nació de una necesidad. La necesidad de cautivar a un entorno, de incorporar a un entorno, de trabajar con un entorno social en el que tener un museo no estaba entre sus primeras necesidades”.
Ruptura de esquemas
En el proceso de involucrarse con la comunidad se produjo un punto de inflexión: la exposición “Caballo de Troya”, una exposición sobre el temido Retén de Catia, que estaba a escasos metros del museo. “Ese montaje puede que sea el más importante del país y uno de los más importantes de América Latina”, asegura el poeta Igor Barreto.
El montaje de “Caballo de Troya” rompió los esquemas tradicionales de la museología, como gran parte de lo que se hizo en el Mujabo. Para el proceso de investigación el personal del museo se sumergió en el peligroso recinto carcelario, temido por los enfrentamientos entre las autoridades y los internos y las intermitentes noticias de fugas de los presos.
“Las distintas áreas del museo, escritores, pintores, toda esa gente se metió en la cárcel para tener contacto con los reclusos, conocer esa realidad y tratar de interpretarla y comunicarla sin prejuicio de sus opiniones; a nadie se le dijo usted no puede decir esto de esta manera”, explica Barreto.
La gran casa de ladrillos se convirtió en un centro de reuniones para abogados, expertos de todo tipo, defensores de derechos humanos y representantes de la comunidad que clamaban por la eliminación de la cárcel. El museo se convirtió uno de los principales factores en la decisión que tomaron las autoridades de demoler el retén el 16 de marzo de 1997, a menos de dos años de creado el Mujabo. “Fue la exposición más emblemática, fue la ruptura con el sentido más tradicional del museo”, rememora Jiménez.
Usando este novedoso proceso de investigación curatorial el museo logró integrarse con la comunidad a través de exposiciones como “Niños de la Calle” sobre las experiencias de los niños recluidos en el Retén “Carolina Uslar” en Catia; “Eva en ausencia” sobre el duelo de los familiares que fueron víctimas de los abusos por parte de funcionarios militares y policiales; “90-60-90”, sobre el Miss Venezuela como fenómeno cultural o “Los navegantes del Magallanes. 84 años de historia” acerca del equipo de béisbol más popular del país.
“En las exposiciones sobre la radio y el béisbol había cola en las afueras del museo para entrar y ver. Yo no recuerdo que un museo fuese más visitado. El museo tuvo una participación de público inusitada, impensada en otros contextos museísticos, eran colas enormes”, recuerda Barreto.
Jiménez señala que la identificación de la gente con las exposiciones se debía al método de investigación de los montajes. “Hay cosas que se inventaron sobre la marcha y creo que nos metimos en el tejido de las necesidades y empezamos a hacer una cosa que todos aprendimos haciéndola”.
Sin Catálogos
Desde el año 2005 el museo no imprime catálogos por falta de presupuesto, una realidad que viven todos los museos del país. “Desde que la dirección la asumió la FMN, (los catálogos) se vinieron a menos y se convirtieron en hojitas tipo carta con información atropellada y escueta, con imágenes lamentables”, indicó Igor Barreto, quien estuvo encargado de las publicaciones durante ese año. “Lo que se imprimía era una suerte de servilletas rayadas”.
Barreto, encargado de la edición del catálogo de “Caballo de Troya”, entre otros, se refirió a la importancia que tiene este material para las instituciones museísticas. “Se trata de un instrumento de documentación insustituible. El montaje es un hecho efímero, el catálogo documenta el montaje y el punto de vista que estaba detrás del montaje. Los temas de las exposiciones se repiten siempre, lo que las diferencia es la perspectiva planteada, los procesos y eso está documentado en el catálogo como soporte de que ocurrió así y que esas eran las ideas que estaban en juego”, indicó.
Casa de talleres
Aparte de obras como Infanta Margarita (1990-1991) de Manolo Valdés, Todo Crece (1995) de Jacobo Borges y Stephanie’s Family (1983) de Marisol Escobar, que pertenecían a la colección del museo, Meneses también señala que se perdió la casa de talleres, que estaba ubicada al otro lado de la avenida Sucre.
En esa estructura se impartían talleres de creación artística, cursos de carpintería, de reparación de computadoras, de danza y de cultura, era un sitio de reunión de las comunidades. Hoy este edificio exhibe una cara muy distinta a la de hace unos 15 años, cuando fue rescatada. La edificación es usada para albergar a refugiados y sus paredes, anteriormente pulcras y de color amarillo, están cubiertas por graffitis. “Esto va más allá de la pérdida de una colección. Se trata de la pérdida de un museo, de una institución para la comunidad, de un espacio para la cultura en el país”, se lamenta Meneses.
La estructura del Mujabo se mantiene en buen estado, aunque se puede encontrar una filtración en el centro de documentación, ubicado en el segundo piso, que es amortiguada por un balde verde que está permanentemente en el suelo y que se desborda cuando arrecia la lluvia. La fachada presenta algunos daños en la parte que da hacia la avenida Sucre, pero el aire acondicionado y la iluminación funcionan correctamente.
El interior del museo mantiene una pulcritud silenciosa, en la que destacan la ausencia de montajes y de público. En sus salas ya no hay bullicio, ni aglomeraciones de gente. La única cola que se observa, a las puertas de la casa de ladrillos, es la que hace un grupo de ancianos para sacar la constancia de “fe de vida”. El silencio y el vacío retumban hoy en la salas del Mujabo, una institución cuya voz, y sus ecos, logró demoler uno de los recintos carcelarios más peligrosos de Latinoamérica.
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